lunes, 14 de enero de 2013

------- Entrega II

Nos conocimos el lunes 17 de octubre de 1988, día peronista, pero él aseguró entender nada de política, así que evitamos las conversaciones protocolarmente incorrectas. Yo estaba desesperada por encontrar un asiento libre en el tren de Constitución a Banfield. Había caminado todo el día en busca de una traducción de Flash y volvía con las manos vacías porque, según me había dicho el único librero que sabía de qué hablaba, ni siquiera existía para ese entonces.
        En medio de mi desesperación y con mi atolondramiento característico a cuestas, me llevé por delante una espalda mientras trataba de evitar tropezar con las piernas estiradas de un señor que parecía disfrutar de un plácido sueño cuando el tren todavía no había arrancado.
-¿Saramago?- dijo al levantar mi libro del suelo y acercarlo a mí.
-Sí-respondí sin mirarlo y dando una breve sonrisa al aire en gesto de agradecimiento.
-¿Es bueno?
-Mmm... Eso es muy subjetivo- opiné mientras descubría unos ojos marrones intensos escudriñándome.
-¿Y qué dice tu subjetividad?
-(Que me dejes seguir buscando un asiento) Que es uno de los mejores, sin dudas.
-¡Qué bien! De los que leí, yo prefiero Tierra de Pecado.
          (Eso me gusta). Sin pronunciar palabra volví a regalarle una pequeña sonrisa, ya más sincera. Así pasó el viaje, las cinco estaciones volaron entre Saramago, Cortázar, el paso del tiempo, una hermosa metáfora sobre el amor y el fútbol y mis piernas agotadas. 
-Me bajo acá. Gracias por la charla- interrumpí alzando mi mano y alejándome justo cuando un silencio incómodo se asomaba en nuestra conversación.
-Fue un placer. Nos vemos- dijo cortésmente levantando su mano derecha.
            Ese 17 de octubre de 1988 me acosté pensando en él, en ese extraño del tren de quien ni sabía el nombre, pero ya parecía conocer todos sus gustos literarios. 
         Al otro día, como todos los días, la rutina laboral me esperaba nuevamente con una interminable pila de trámites de la editorial por resolver, pero lo peor era tolerar la arrogancia de los pseudos Fogwills que dejaban su tarjeta personal (¿dónde se vio un escritor con tarjeta personal?) en mi escritorio, como si yo fuera la responsable de que el reverendo hijo de puta de mi jefe hiciera una selección a dedo, porque era hijo de puta, pero no estúpido, sabía de literatura y quizás eso era por lo único que ya cumplía mi quinto aniversario laboral en ese sucucho de Tribunales.
        Al salir de la editorial, casi sin darme cuenta, volvió a mí el extraño del día anterior. ¿Dónde se bajaría él?- pensé- quizás es de Lomas o me lo vuelvo a cruzar en el tren. Hice un intento por recordar a qué hora había subido, pero no podía saberlo porque no había prestado atención a ese detalle cuando sólo me interesaba sentarme. Entonces hice un recuento rápido. (Si mis cálculos no fallan, llegué a mi casa aproximadamente a las 20.15. Tengo media hora en colectivo, lo habré esperado quince minutos, más siete de caminata: las siete). Miré el reloj de Constitución: eran las seis. Por un segundo pensé en hacer tiempo, pero inmediatamente me di cuenta de que era una locura. ¿Qué le iba a decir a Walter? Seguí caminando y subí al tercer vagón del segundo andén.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me dejaste con la intriga!!!! jaja excelente, me gusto mucho, es atrapante, quiero leer mas!!